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Sin título, proyecto Tag/Etiquetas, Felipe Rivas San Martín, 2019.
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En Internet puedes ser quien tú quieras

​Por Diego Parra

​​Me gustaría comenzar esta presentación con una anécdota de los inicios de “mi” Internet: recuerdo que cuando recién tuvimos en mi casa un computador con acceso a Internet, mi papá, un tanto molesto me preguntaba “dónde estaba Internet”, no podía entender que todo ese mundo virtual que aparecía en la pantalla no tuviese un lugar específico en el mundo “real”. Su realismo partía de la angustia propia de su organización mental fundamentalmente análoga y anclada en el archivo físico. Yo no podía responderle satisfactoriamente, le indicaba que los servidores eran físicos, que estaban en ciertos lugares, pero esa respuesta no desagraviaba la duda, quizá él se imaginaba que, en el fondo, todo lo que veía en Google o Wikipedia estaba, al final del día, impreso en algún lugar donde alguna bibliotecaria ordenaba incesantemente los datos que diariamente ingresaban. No lo sé, nunca lo volví a hablar, quizá prefirió no entender y simplemente ser un usuario, que tal como el meme de la abuela que te da la bienvenida a Internet, navega sin límites por la infinita world wide web.

​Es desde ese deseo de ser usuario, y el escepticismo de saberse externo al flujo infinito de los datos, que Felipe Rivas construye gran parte de su aproximación a la Internet, que efectivamente, es su amor, y en tanto tal, no puede idealizarlo tanto como para sólo hablar bien de él, pues también desconfía y con cinismo participa de sus ritos e infinitos inicios de sesión. Parte de estas dudas, reparos, distancias y fascinaciones son prontamente expuestas por Rivas en su libro, donde casi a modo programático confiesa que le interesa hablar desde el arte en la medida que éste es la zona en la cual se desarma y desanuda ese acuerdo llamado “realidad”, consenso que a su vez, la “realidad virtual” de la Internet está asediando cotidianamente con los seguimientos en vivo, la predictibilidad de los algoritmos y la constante dependencia de aplicaciones y sitios web de sociabilización rara. Arte e Internet son en este libro, zonas de expansión de lo político que Rivas trabajó primero, desde el activismo de la disidencia sexual. No deja de ser esta una curiosa mezcla, puesto que triangulan “lo real” de un modo estratégico y, por lo tanto, no fijo, en constante movimiento y sin mucho apego a fórmulas militantes.
 
Rivas cita en torno a este problema una frase de Barthes, de una belleza completamente en sintonía con estos días: “¿acaso la mejor subversión no es la de alterar los códigos en vez de destruirlos?”. Gran parte de este libro gira en torno a un problema político que adquiere forma y método artístico, pues muchas de las preguntas que operan aquí tienen su origen en la teoría política, de género o sobre las redes, pero encuentran su campo de experimentación en lo que conocemos como práctica artística. Acciones como “Vendo mi homosexualidad” y “Tengo un amigo heterosexual y lo apoyo” no son más que ejercicios de estilo enteramente improductivos, o como hemos conversado con Felipe, son modos de contraproducción que no logran generar valor, aún cuando desencadenan fuerzas productivas en el espacio público (el acto de venta, la alimentación del feed de redes sociales, la entrega voluntaria de datos de imagen a plataformas de búsqueda y reconocimiento, etcétera). El juego, entonces, es la impugnación, estrategia que “enrarece” lo real y lo vuelve hasta cierto punto, absurdo.
 
Probablemente, sea este lugar de indeterminación el que termina por seducir tanto a Felipe, puesto que en Internet todo parece ser posible, o por lo menos, todo está diseñado para que así lo parezca, tal como lo menciona el autor cuando explica el funcionamiento de las interfaces.

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​Entre los múltiples intereses que desarrolla Felipe a lo largo de su libro, la pornografía y sus derivaciones son ejes fundamentales, puesto que le permiten analizar la lógica de Internet desde una zona aparentemente prohibida, y por ello, menos revisada en los cientos de miles de columnas y libros sobre el big data y los usuarios de Internet. Este aparente descuido o falta de interés termina configurando en estos sitios estrategias menos sofisticadas para relacionar al sujeto con su deseo, y digo menos sofisticadas en relación con las páginas tradicionales, como Youtube, Vimeo, Pinterest, etcétera. En “Internet (post)pornográfico”, Felipe examina primero desde su experiencia de usuario cómo es que las páginas web pornográficas organizan/administran al usuario y a la información de modos que, en rigor, no tienen ninguna diferencia con otros buscadores, pero en las primeras el componente porno termina intensificando la relación entre uno y el objeto del deseo, relación básica de cualquier plataforma web que opere desde la supuesta satisfacción de necesidades y el placer (que de acuerdo al sentido común, sería simplemente una acción espontánea y “natural”). Por ejemplo, en el mundo de las páginas web tradicionales, si Google nos ofrece información de un determinado modo, es porque Google ha condicionado que la busquemos así, dadas sus propias limitaciones estructurales y, al mismo tiempo, por sus propios deseos de producir un sujeto dependiente de la web. Un sujeto que concibe la obtención de “resultados” desde una inmediatez y simultaneidad que sería físicamente imposible en “lo real físico”, cuestión que ocurre también en las web pornográficas, donde el deseo ha sido codificado, de acuerdo a lo que expone Felipe, en torno a miles de TAGS que quizá a futuro serán las etnografías de los antropólogos que estudien lo que hacíamos mientras hacíamos memes, comíamos y nos masturbábamos.
 
Esto no deja de recordarme a la serie de HBO “Westworld”, donde un parque de entretenciones temático al estilo “viejo oeste” es el escenario de una maquinaria monumental de procesamiento de datos de usuario invisible, que opera justamente desde las decisiones aparentemente pulsionales de los clientes, que, así como se lanzan a aventuras de vaqueros contra indios apache, violan y masacran mujeres o torturan a campesinos robot por el mero gusto de hacerlo. El vínculo que Felipe trabaja entre placer, ideología e interfaz es profundamente sugerente, pues desde la insumisión del activismo de disidencia sexual es que provocadoramente instala un discurso erudito, obliga a espectadores a disponerse “en serio”, frente a materiales que producen no solo debates “intelectuales”, sino que están buscando disparar nuestras pulsiones de modos totalmente incontrolables. Si seguimos las genealogías, lo que hay ahí es “conocimiento situado”. Por ejemplo, su obra “La categoría del porno” evidencia que no existe un sujeto del conocimiento neutro e inmune a las irradiaciones de su objeto de estudio, estudiar el porno sería entonces experimentarlo, tal como hizo Felipe al masturbarse con cada categoría que la página web propone. “Positivistamente” verificó su eficacia, si se puede decir. Recuerdo un profesor que agudamente me decía: “no se puede ‘estudiar’ la escritura en abstracto, la escritura se estudia mediante su práctica”, con el porno, quizá, pasa lo mismo (habría que ponerse manos en la masa).
 
Otro interés que aparece recurrentemente en el libro es el de los procesos de hiperindividuación, que extremados por las redes sociales han conducido a transformar a Internet en la plataforma de expresión subjetiva más grande del mundo. En Internet todo es configuración de perfiles, exteriorización de subjetividades, Felipe recuerda el momento en que se creó su cuenta de Facebook, y desde ahí plantea muy claramente el tema:
 
“(…) creo que lo que más me atrajo de esa red social fue la mezcla de voyeurismo y exhibicionismo que presentaba. A pesar de estar bastante regulado, me parecía que se sustentaba en una dinámica impúdica”.
 
Esa impudicia es la de la transparencia total que promueve Internet. Sólo podemos ser aquello que estamos en condiciones de exhibir, una idea que alberga en el fondo un realismo radical, en la medida que radica toda nuestra identidad en aquello que acontece en la “realidad” externa, no ya en el ámbito privado de la “mente”, “alma”, “personalidad” o “intelecto” (digamos, en Internet no habría metafísica del sujeto posible). Esta cuestión me lleva a una imagen de Internet que siempre he disfrutado mucho, una que probablemente Felipe también ha visto (pero no trabajado). Es un meme antiguo, uno donde un perro sentado en un escritorio de computador mira con miedo a la cámara, mientras el texto de rigor dice: “EN INTERNET NADIE SABE QUE ERES UN PERRO, NADIE”.
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​¿Qué imagen más reflexiva que esa? Internet conjuga la transparencia total de lo impúdico, con la opacidad obvia de la construcción de identidades que ocurre no solo en la web, sino que en todas partes. Efectivamente, en Internet nadie sabe si eres un perro, o un otaku, o un artista conceptual que interactúa con los demás para después exponer en una galería esas conversaciones. Pero volviendo a lo anterior, no somos una manifestación identitaria natural y pre-hecha, nos estamos haciendo constantemente dependiendo de dónde estemos, eso es lo que llaman “performatividad” y es una cuestión que a lo largo del libro Internet, Mon amour aparece incansablemente. Felipe es cruzado por una resistencia radical al lenguaje afirmativo de lo identitario en clave “diversa” (o posfordista, como recuerda Felipe), de ahí que reivindique en el posporno su condición de productor de relaciones, no solo de mercancías (los videos en sí). En esta práctica, que mediante el lenguaje del porno evidencia los diferentes roles que existen en la sociedad (los que se complementan o antagonizan), también existe la posibilidad de formar nuevos modos de relacionarse con el trabajo, el dinero, la urbe y entre nosotros mismos, es decir, produce también una subjetividad y, por lo tanto, un sujeto distinto. Cabría preguntarse ahí, tal como lo sugiere Felipe, si el posporno no ha sido ya fagocitado por la maquinaria neoliberal, que en su despliegue expansivo e integrador, corre constantemente el límite entre lo bueno, lo malo, lo deseable y lo rentable.
 
Sin embargo, en paralelo a esto, Felipe también se interesa por los mecanismos de identificación biométrica utilizados por prácticamente todas las plataformas web actuales. Es normal y aceptable que descarguemos, por ejemplo, una aplicación de verificación de precios de farmacias, y le demos “OK” a las condiciones de uso, donde explícitamente nos dicen que la empresa dueña de la app puede usar nuestras imágenes archivadas para básicamente cualquier cosa. En este punto, la hiperindividuación en términos “culturales” o “simbólicos” choca con el componente material de nuestras presencias: nuestro cuerpo, nuestra cara, nuestros rasgos más indetectables, nuestros tics, aquello que ni nosotros sabemos sobre nosotros mismos. La alta capacidad de procesamiento de datos que hoy poseen los distintos dispositivos tecnológicos permite cruzar miles de millones de datos de un modo que construir perfiles de usuario lo suficientemente amplios como para incluir a muchos (es decir, es a-personal) pero lo suficientemente específicos para luego poder reconocerlos, sea cosa de hacer dos clicks. Entonces, somos la identidad que queremos construir en las redes, pero estamos atados a la biometría avanzada, a la que no le importa si nos gusta el cine francés, la literatura chilena contemporánea, si comemos pizza en Papa Johns o si nos gusta Colo Colo; al final del día, esos datos de consumidor son el complemento a tecnologías de reconocimiento que permiten que hoy, a semanas de los saqueos a supermercados que asolaron a Santiago y regiones, la policía vaya a tu casa a arrestarte con la única evidencia de una cámara de seguridad que reconoció el aro que te hiciste en la oreja izquierda y subiste a Instagram en septiembre.
 
Estos peligros, Felipe los reconoce rápidamente en la medida que el problema que pone de relieve, el biopoder, no es actual, ni tampoco es uno producido por Internet y el big data, cuestión que revela su fascinación limitada con respecto a lo nuevo, pues no se deja llevar por ese encanto que entusiastamente los expertos en redes expresan al describir estos fenómenos como totalmente nuevos, inéditos e indetectables en cualquier genealogía.
 
Sinceramente, no sabría identificar claramente la forma en que el libro Felipe organiza su propio trabajo, que va desde experimentaciones de usuario (el equivalente a una performance, en el caso del arte post-internet) a análisis teóricos que abordan temas tan complejos como los mecanismos que diferencian a la inteligencia artificial del algoritmo del big data, y a su vez, los asuntos propios del activismo de disidencia sexual. Recuerdo que Nelly Richard se refiere constantemente a Felipe como “un artista curador de sí mismo”, frase que condensa de manera muy clara el compromiso intelectual de Felipe con su propia obra, pero a su vez, lo maleable y versátil que se torna la noción de productor/consumidor/editor en el caso de la producción contemporánea (en particular la vinculada con Internet). Al principio del libro, Felipe reivindica la “escritura de artista” como un género menor, cuestión que puede llevar a malos entendidos en la lectura, puesto que si bien alguien podría leer algunos textos a modo de statement, a lo largo del libro uno percibe más bien una bitácora semi-científica (cruza el experimento personal, la observación, las referencias teóricas, etcétera) que desborda por mucho los propios objetos que meticulosamente Rivas construye, ya sea con pintura (mis favoritos) o con otros materiales. Su escritura construye zonas de reflexión inéditas, en la medida que las perfila desde vectores aparentemente autónomos, la historia del arte se encuentra con la teoría queer, mientras es complementada por los estudios visuales y la arqueología del presente, así como también por memes y acciones paródicas. Quizá ese sea el asunto propiamente artístico que aquí acontece, pues este no es un libro sobre Internet, no es un libro sobre disidencia sexual ni teoría feminista, tampoco es un libro sobre big data y algoritmos, ni mucho menos sobre teoría del arte, es un libro que indisciplinadamente abre espacios con la excusa siempre oportunista de blindarse desde lo artístico, probablemente el verdadero amante secreto de Felipe.
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Nota del editor:
Artículo
07/05/2020
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Diego Parra
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Crítico y teórico de Arte, profesor de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile 
Nota
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Este texto fue leído en la presentación del libro Internet, mon amour. Infecciones queer/cuir entre digital y material de Felipe Rivas San Martín (Écfrasis ediciones), el 17 de noviembre de 2019, en Factoría Santa Rosa.
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