TORCIDA
  • Home
  • info + contacto
  • ARTÍCULOS
  • NOTICIAS
  • FRICCIONES
Picture

La abuela que me hizo escritora

​Por Eli Neira

Descubrí que mi abuela era analfabeta para el plebiscito del “SI” y el “NO” el año 1988.  Resulta que luego de votar la hicieron firmar el registro con una equis y su huella digital. Ella no tenía firma. Nunca antes había reparado en ese detalle. Yo tenía 18 años.

Mi abuela me había enseñado todo. Ella cuidaba a la perfección las gallinas y animales que teníamos en casa. Lo mismo con la cocina y el tejido. No había nada de la vida cotidiana que no dominara.  Era un verdadero compendio de saberes importantísimos para la sobrevivencia ¿Cómo era posible que no supiera escribir?

A menudo nos pedía que le leyéramos las cartas que recibía del campo y que escribiéramos por ella las respuestas, pero siempre pensé que era por la vista. Nunca dijo que no supiera escribir.

Una situación vergonzosa largamente silenciada se reveló para mí cuando la acompañamos a votar. Mi abuela era analfabeta.

Más tarde descubrí que mi madre también lo era aunque en menor medida. Mi madre podía leer y contar, sólo la escritura se le hacía difícil. Entonces entendí por qué su caligrafía era casi ilegible.

Ni mi abuela ni mi madre solían referirse al tema. Lo llevaban como se lleva un secreto. Una historia oscura que hay que olvidar o disimular. Pese a ello mi abuela era buena conversadora. Tenía dichos como de un español antiguo, que yo me regocijaba en corregir. Era la única ocasión en que yo podía pasar por encima de esa autoridad de tótem que tenía ella sobre nosotras.

Cuando no era dulce y mansa como un buen animal, mi abuela era amarga y sincera como el natre. Le gustaba contar historias del diablo en el campo y las veces en que ella -guitarra en mano- le ganó al mismísimo mandinga el alma de un par de condenados durante una batalla en verso. Porque no saber leer ni escribir no fue un obstáculo para que ella desarrollara el arte del canto y la paya. También la oración religiosa, de la cual podía dictar cátedra. Se sabía el misal de memoria y aunque siempre lo portaba nunca lo abría. Tenía una memoria prodigiosa para los salmos.

Cuando se mudó a Santiago, huyendo del marido golpeador, ella dejó en el campo su guitarra y nunca más volvió a tocar una. Tampoco quiso enseñarme las palabras redobladas con las que tanto alardeaba que le ganó al cola de flecha un par de almas. Trató en vano de evitarnos a mí y a mi hermana la fascinación por la brujería y el espiritismo. A sus espaldas, nosotras fabricábamos con lápiz y papel precarias tablas ouijas que usábamos para llamar a la Quintrala. Trató de que yo no heredara el gusto por el verso ni el atrevimiento de andar toreando a las fuerzas oscuras de la vida. Trató de enseñarnos los secretos de las plantas pero no de la maternidad.

Durante los inviernos mi abuela combatía los resfriados con una olla de eucalipto que estaba permanentemente hirviendo arriba de la estufa a parafina. Me sanó del asma con cataplasmas de ciempiés rojos molidos vivos en el mortero de piedra y con bolsitas rojas de alcanfor que colgaba a mi pecho.  Cuando a alguien le salía un orzuelo en el ojo le ponía una mosca muerta o un poroto caliente.  Usaba azúcar quemada con ruda y limón para los desarreglos del estómago, mezclas de hojas amargas para los gusanos intestinales, cáscaras de papa para la fiebre y el dolor de cabeza, ajo frito en una cuchara y envuelto en algodón para el dolor de oídos.

Sus recetas medicinales eran el secreto mejor guardado de la casa, que ni yo ni mi hermana nos atrevíamos a revelar entre nuestros compañeros de colegio para no provocar el pánico ni la demonización de nuestra familia.
​
Ella cosechaba el agua de la lluvia y la calentaba al sol. Con eso se lavaba el pelo y el cuerpo. Se levantaba de madrugada, hacía la mayor parte de su ropa y la nuestra.  Sus manos no conocían el ocio. Cuando caía la noche se encerraba en su habitación y rezaba. Rezaba tanto que llegó a creer que sus oraciones salvaron a la Virgen María para el terremoto del 82, cuando la divinidad de yeso cayó de lo alto de su ropero milagrosamente en medio de su cama, varios metros más allá. Tuvo a 10 de sus once hijos en su casa, con su partera. Dos murieron al poco tiempo. Cuando alguien se refería a sus hijos muertos lloraba.

Cuando yo tenía seis años, un día lavando la loza juntas, le conté que había pedido una bicicleta al viejito pascuero para navidad. Mi abuela me miró y me dijo: “El viejito pascuero no existe. Son tus papás los que compran regalos y los ponen debajo del árbol.” En ese momento sus palabras fueron para mí como un balazo en el centro de mi niñez. Fui la primera de mi curso en saber la verdad del mito capitalista más extendido de nuestra cultura. Así que cuando todos los niños fantaseaban con lo que les traería el pascuero, yo guardaba silencio. También guardé silencio delante de mis padres que siguieron marcando el rito hasta cuando fuimos adolescentes.

​De alguna manera el conocimiento de esa incómoda verdad me diferenció del resto del mundo para siempre y me hizo mirar la vida desde otro lugar. Un lugar donde no caben ese tipo de hipocresías. Hoy lo agradezco. De alguna manera mi abuela me hizo escritora. Desde su palabra analfabeta, ella me hizo escritora.
​
Murió en paz, sin más bienes materiales que su delantal y su peineta de carey. Cuando murió quiso que la enterráramos con su escapulario y la larga trenza morena que se cortó cuando se separó de su marido y se vino a la capital. 

F(r)icciones
05/05/2020
Picture
Eli Neira
Nació en 1973. Licenciada en comunicación social, periodista independiente, feminista, escritora y artista de performance chilena. Ha desarrollado un trabajo transdiciplinario que ha mostrado principalmente en América Latina o Abya Yala, como ella prefiere decir. Actualmente dirige el proyecto de arte, talleres y residencias CasAccion en Valparaíso, Chile. + info en su blog.
Powered by Create your own unique website with customizable templates.
  • Home
  • info + contacto
  • ARTÍCULOS
  • NOTICIAS
  • FRICCIONES